Algunas archaebacterias son fotosintéticas, lo que significa que hacen su propia comida; sin embargo, en lugar de usar el pigmento clorofila como las plantas verdes y las algas, emplean una proteína púrpura sensible a la luz llamada bacteriorrodopsina. Otras arqueas viven en lugares donde no penetra la luz solar, como los respiraderos térmicos de aguas profundas. Estas bacterias dependen de un proceso llamado quimiosíntesis para hacer ATP.
La quimiosíntesis utiliza una estrategia similar a la fotosíntesis, excepto por dos diferencias clave. Primero, el calor de una ventilación térmica puede sustituir a la energía solar. Segundo, el agua alrededor de una ventilación térmica es rica en sulfuro de hidrógeno. Las arqueobacterias pueden dividir el sulfuro de hidrógeno en sus componentes atómicos, liberando azufre elemental mientras bombean los protones a través de sus membranas para generar un gradiente iónico que impulsa la producción de ATP. Otras arqueobacterias pueden usar el metano como fuente de energía y también como fuente de carbono para sintetizar azúcares y lípidos.
En comparación con las eubacterias comunes, las arqueobacterias son extremófilas, lo que significa que pueden tolerar ambientes hostiles no adecuados para otras formas de vida. Los termófilos pueden tolerar temperaturas cercanas al punto de ebullición del agua, mientras que los halófilos pueden soportar altas concentraciones de sal, como las que se encuentran en el Gran Lago Salado o el Mar Muerto. Finalmente, ciertos acidófilos como Ferroplasma pueden soportar concentraciones de ácido sulfúrico tan altas como pH cero (el equivalente de ácido de batería).